EL NIÑO MALTRATADO QUE DECIDIÓ AMAR LA VIDA (y II)
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ADVERTENCIA: antes de seguir leyendo debes saber que en el texto se describen situaciones desagradables.
Se supone que habéis entendido la utilización peyorativa, incluso humillante de la palabra «tonto». No se trata de "Anda, no seas tonto", o "Mira que eres tonto", o "Hay que ser tonto", no. Comprendo que su padre se refería a que, en casa, según él, tenía un hijo tonto. Tanto es así que, me cuenta mi amigo, en cierta ocasión le dijo su padre: «¡Venga ya, niño, que pareces subnormal!». Para un chico de esa edad (sobre los 11 años), las creencias de sus padres son la realidad. El comienzo de su lucha interior fue demostrarse a sí mismo que no era tonto. He visto crecer a mi amigo (a la misma vez que crecía yo) y nunca hizo comentario alguno sobre lo que le estaba ocurriendo en casa.
En la escuela (ya otra distinta a la anterior) realizaron una valoración del alumno que no hizo sino empeorar el concepto que sus padres tenían de él. En la Cartilla de Escolaridad escribieron: «Se pasa el tiempo dibujando, acariciando el pelo de Mari Valle y pensando en sus cosas».
Como los profesores creían aquello de que "La letra con sangre entra", pusieron en práctica tal argumento. Mi amigo sufrió palizas inimaginables para con un niño. La última, después de muchas otras, le produjo desprendimiento de retina en el ojo izquierdo. Él me cuenta que cuando el profesor o profesora le decía "quítate las gafas", su cuerpo temblaba. ¿Qué hicieron los padres? Sabían que a su hijo le pegaban en la escuela, pero sólo acudieron en esta última ocasión. ¿Qué consiguieron? Una rebaja en la cuota mensual a cambio de no denunciar al director de la escuela.
Cuando mi amigo tenía catorce años, al final de la etapa obligatoria de enseñanza, sus calificaciones eran todas, menos gimnasia, deficientes. El padre le prohibió salir de la habitación durante todo el día. Lógicamente, cuando el padre no estaba en casa, él salía y realizaba otras actividades distintas al estudio. Pero, ¿quién quedaba a cargo de que el precepto paterno se cumpliera? La madre, claro. Ella sería la culpable del incumplimiento, tanto de la prohibición de salir como de la no realización de las tareas prescritas al chico. Mala suerte tuvo mi amigo, de ser procreado por dos seres como estos.
Ante la situación creada (el chico no cumple y el padre llegará exigiendo que haya cumplido), la madre no tuvo otra ocurrencia que obligar a mi amigo con una estratagema tan inútil como siniestra.
Llegado este momento en la confesión de mi amigo, y después de oír lo que me dijo, me costó creerlo. No porque él mintiera, sino porque era algo tan horrible, tan claramente demoledor para las necesidades de seguridad y estabilidad de un niño, algo tan difícil de imaginar en una madre... Para que el chico le hiciera caso y cumpliera las órdenes del padre, ella lo amenazaba con suicidarse, pero no sólo con palabras sino realizando las acciones necesarias hasta que mi amigo gritaba «¡No, mamá, no! ¡Por favor!». El método de intento de suicidio podía ser colocarse un cuchillo en el cuello, hacer como si fuera a tirarse por una ventana o correr a la calle para lanzarse delante de un coche.
¿De qué sirvió por entonces aquel tormento, aquella tortura? Él dice que sólo para asustarse y tener pesadillas. Resulta curioso. El tétrico número que la madre montaba de vez en cuando, siempre le causaba la misma aterradora impresión que la primera vez, siempre la sufría como si fuera algo nuevo.
Sus calificaciones empeoraron.
Me dice que, a pesar de todo, no dejó de disfrutar de las cosas que le gustaban: pintaba, escribía y jugaba al fútbol.
Mi amigo ha triunfado. Mi amigo continúa amando la vida, amando a las personas, amando todo lo amable, con la misma ilusión que un niño.
FJPS
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