La dramaturgia del presidente Sánchez

(Una evidencia censurada)





 Quien escribe se sitúa -al igual que en otras ocasiones semejantes- en un lugar adecuado para observar y, después, descender y contar lo observado. Un célebre escritor español, ya fallecido, denominaba al individuo que ejercía tal acción francotirador de la cultura. Yo no merezco -ni acepto- ese apelativo, pues no dispongo de los recursos necesarios para acertar en el blanco y, mucho menos, difundir el hecho. 

Sabemos que la censura aplicada al arte es tan antigua como el arte mismo. Por lo tanto, no es cuestión ahora de comentar lo que no requiere mayor dedicación. No obstante, el fenómeno al que llamamos "autocensura" es bastante más moderno y pide -este sí- ser tenido en cuenta a la hora de discernir sobre la circunstancias actuales del teatro en España. Es muy posible que a alguien se le ocurra decirme asumiendo su precariedad—,  que el teatro ha estado herido de muerte desde siempre, que la situación del teatro en España no es peor que en otros países europeos, que se representa lo que el público exige, u otros lugares comunes y falsos. 


En algunos casos, la autocensura en la producción teatral (me refiero a lo que normalmente se ha llamado creación) resultaría en una especie de locuacidad, incluso exagerada, cuyo propósito no es otro que cumplir el mandato antiestético y antiartístico dictado desde las trasnochadas vanguardias. Su efecto en el público, es la sensación de estar asistiendo a un espectáculo que mostrará su valía más adelante, poco antes del final de la función; como el esperado mérito, en realidad, no aparece jamás, los espectadores se van a casa creyendo que no han sabido entender la obra, deseando que llegue la próxima ocasión de acudir al teatro para presentarse allí con el entendimiento tan afilado como el de un zahorí. Pero la cuestión es que el/la autor/a se censura como tal (en el mejor de los casos), para no decir nada, para engañar a un público que esperaba algo a cambio de su dinero. ¿Y por qué no dice nada?, quizás alguien se pregunte. Porque no tiene nada que decir, porque su silencio es una costumbre adquirida que le permite sobrevivir. 


El presidente Sánchez, a su llegada al poder en junio de 2018, prometió el cuidado y fomento de la cultura (española). Todos pensamos —al suponer que formaría un Gobierno de izquierdas— que las artes escénicas (cada cual siente sus males) se beneficiarían de una nueva perspectiva gubernamental, sin duda progresista y con el objetivo primordial de ayudar a la promoción del teatro. Quienes hemos vivido en dos siglos (y del primero casi su mitad), sabemos que la historia siempre se repite, pero también guardamos la esperanza de que, a veces, se produzcan cambios y, si es posible, para bien. Así ocurrió —así sentimos  en aquella ocasión (al igual que treinta y cinco años y medio atrás), para nuestro posterior desencanto. 

El presidente Sánchez no nos advirtió, obviamente, sobre cuál sería su modo de actuar. Entiendo que, en parte, no era necesario, pues, del mundillo teatral, su gran mayoría estaba avisada. Sin embargo, aquellos a quienes nos alumbraba la llamita del optimismo, bien porque habíamos decidido comenzar de nuevo, bien porque se conocían peores horizontes, nos cayó encima el gran jarro de agua fría que supuso darnos cuenta de que, lamentablemente, la historia volvía a repetirse, si cabe con mayor escarnio que antes. 


El presidente Sánchez (acompañado de sus esbirros*, naturalmente) ha logrado una situación tan extrema en la concepción actual del teatro, que a veces siento vergüenza ajena, sobre todo cuando hablo de la cuestión con mis antiguos compañeros de estudio, en Sidney. Ese logro del presidente Sánchez se debe, en gran parte, a su inacción. Este sujeto heredó de su correligionario la estructura necesaria para el desastre; sólo tuvo que recordar a la infinita tribu de paniaguados/as qué les iba a ocurrir si no persistían en la propaganda política y, lo que es peor, en la degradación formal del teatro de autor. 

El mal hacer del presidente Sánchez (esa evidencia censurada), ha dado pie a una dramaturgia propia que tiene su casa de beneficencia en el Centro Dramático Nacional (CDN).  En época del dios Simio, se podía escribir con cierta libertad (aunque se cerraran periódicos y emisoras de radio), porque las dádivas se repartían por entonces entre los verdaderos votantes, que eran los curritos. Hoy, con tantas y distintas sensibilidades, nos sale carísima la dramaturgia. 

* Tercera acepción del diccionario de la lengua española de la RAE. 


FJPS




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