La escritura diaria de un dramaturgo desconocido (y II)

 


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Ilustración de Ernest Descals
      
«Ese que has visto pasar, solo, cojitranco, con la cabeza gacha, es un dramático, cuya ruina le llegó por mor de su bien escribir y su mal amistar. Yo te digo, Sancho, que ese hombre merece la gloria entre los hombres, pues la miseria en que vive ha sido por él elegida, antes que doblegarse a las razones del opulento y el gobernante».
"Don Quijote de la Mancha", Miguel de Cervantes. 


  No puedo volver porque el viaje es largo, demasiado largo, y sé que me arrepentiría varias veces tanto de continuar como de regresar antes de haber llegado. De modo que me quedaré aquí, en España.
Al hablar con ellos, con los que fueron mis amigos del pasado, creo haberme dado cuenta de que han transformado la hermandad en una especie de juntiña interesada. Tengo la impresión de que, entre ellos, han adoptado la consiga que anunció el conde de Romanones: "A los amigos, el culo; a los enemigos, por el culo, y al indiferente, la legislación vigente". Visto lo visto, decido irme a casa, a seguir escribiendo en paz, y con una mantita por los hombros, porque aquí, en plena campiña sevillana, hace frío en estas fechas.

Años ha que escribo en el ordenador. Pero aún mantengo la costumbre de revisar el texto impreso en papel, y anotando las modificaciones con pluma estilográfica. También tengo la costumbre de, mientras escribo, tener a mano cinco diccionarios: de la lengua española (dos), de sinónimos y antónimos (dos) y uno etimológico. 
Cuando trabajo, soy un mar de dudas. Las contradicciones me abruman. ¿Por qué han cambiado tanto mis amigos españoles? Ahora son para mí como un clan en el que, sin duda, sobro. Ellos han adoptado una ideología que es la base de su unión. Pero, aunque yo comulgase con sus ideas, no me aceptarían como uno más, pues no he asistido a la instrucción, que es el modo de lateralizar las creencias. 

Casi todos ellos —los que fueron mis amigos españoles—, viven hoy de un sueldo funcionarial inventado, abstracto, oscuro, que siempre está pendiendo de la voluntad del pueblo, ese elemento soberano e ignorante que depende —¡vaya por Dios— de sí mismo. 

A diario, llevo mi rutina de dramaturgo desconocido, que no es otra distinta de la escritura y la duda, la sempiterna duda, a la que ya casi amo, como a uno más de mis miedos. A diario escribo, rodeado de campo, de pájaros cantores, de recuerdos vivos y de digna soledad. 


FJPS










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